lanzar un ancla





Tomar con la mano una piedra y lanzarla a la distancia que el cuerpo y su ánimo concedan.



Caminar tras la huella que esta deje en el aire


sorteando las ortigas celebrando los arroyos


llegar hasta ella



y volverla a lanzar.





Circular por los días con vista de túnel



para seguir en la vida, abrazar el conjuro de las amapolas




la presión en el pecho si el final del camino no existe

pero sí las luces de neón

el mosaico narcótico del entorno la certeza de que todo se va.



Dejar de escribir.



Lanzar un ancla y que se enquiste en el bloque de hormigón de los días.



Observo el parque de siempre, extendiéndose, ajeno, ante mí

ajenos sus suelos, sus columpios

los cuerpos que lo habitan



Tirar de ella y verlo haciéndose añicos, las partículas detenidas ante los ojos y, en ellas, los rostros de los chicos.


Por un segundo la gravedad falla: los chicos ya no forman parte de la cancha de fútbol ni de los coches, ni del alcohol de los pubs o las verbenas, y puedo verles brillando en el aire, a la luz de otros cielos.


Un segundo es irrisorio, pero es suficiente.


Los chicos vuelven a yacer luego bajo el yugo de la gravedad.




Mirar con distancia

pensar con reposo

mirar a la cara siempre.



No me fue dado el cuerpo capaz de concitar la mirada de los transeúntes, ni aún el deseo de renacer en el nido potencial de otras pieles

aún así

cabeza encendida

corona de hiedra poblada de llamas



un día, al abrir la mano, ahí estarán el parque y las palabras, los cuerpos decididos y las voces pujantes


tendré entre los dedos el lugar en que encontrar a pesar de los vacíos y los puentes que hoy no existen

y mañana crecerán tras los tobillos


serán de plastilina oscura

los edificios

podré pisarlos y avanzar


hormiga obrera construyendo la red que tamice las luces del barrio

el cuerpo nunca avispero que golpear cuando se duda



aquí la validez de mi torso, de mis brazos, de mis piernas


aquí el reclamo intermitente de mi aliento


aquí la tormenta tranquila de mi voz.



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